América se despertó absolutamente angustiada, sobresaltada, excitada, engarrotada.
Gotas de sudor corrían (crueles e impúdicas) por su frente hasta salar la angustia que se podía
palpar en su boca.
Absolutamente paralizada buscó a su alrededor algo que le recordase dónde estaba,
que la situase, que la tranquilizase. El despertador, pensó! Torpemente deslizó su mano con
cautela, con miedo, como si su cama se hubiese marchado a un universo desconocido. Poco a
poco palpó el abismo de su cama y golpeó la mesita de noche que le devolvió misericordiosa
aquel anillo que había pertenecido a su abuela, que llevaba cada día como simbólico escudo.
Aliviada, lo agarró con fuerza, se lo puso sutilmente en su dedo y… como por arte de
“birlibirloque” la calma comenzó a instalarse en su alma.
Siguió tanteando hasta alcanzar el despertador que le recordó lo larga que habría de
ser la noche. América sabía que en cuestión de horas el Terror mayúsculo la alcanzaría. Por
más que se hubiera preparado, por más que los mejores maestros le hubieran guiado por el
camino a seguir bajo la luz de su experiencia, nada lograba sacarla de aquel estado de
catatonía en que el miedo al que estaba sometida le sumía cada noche una tras otra desde
hacía días. Y sabía que aquella noche era la última antes de enfrentarse directamente con
aquel monstruo terrible e impío.
No era un miedo cualquiera, a esos acostumbraba a vencerlos desde niña: primero fue
el miedo a la oscuridad, salió victoriosa. Más adelante fue el miedo a las presencias imposibles
que habitaban bajo su cama, aquella linterna mágica que robó del cajón de herramientas de su
padre le dio la victoria nuevamente. Recordaba muchos, pero este era el Miedo, un miedo
puro, intangible, silencioso, un miedo vestido de blanco que no buscaba cobijo en las mentes
infantiles. Se apoderaba de mentes adultas como la de América hasta anular casi por completo
sus conocimientos, fruto del trabajo de toda su vida; su templanza, incluso se apoderaba de su
voz y miraba a través de sus ojos.
En su larga preparación para la batalla había entrenado cuantas destrezas le habían
revelado los mejores cazadores de miedos del mundo. Las fue recreando una a una mientras el
despertador le escupía a la cara las horas que se sucedían veloces hasta dejarla expuesta ante
ese terror de que no podía escapar.
El amanecer, misericordioso, regaló su calidez a la piel helada de América. Y le permitió
recordar la estrategia mas arriesgada. La escribió en un papelito, como si al escribirlo
adquiriese poderes mágicos, como si estuviera tocada por la varita del hada madrina de la
timidez. La guardó cuidadosamente en el bolsillo del uniforme destinado para librar aquella
batalla.
La hora había llegado…
Entró en la estancia donde frecuentemente se alojaba el Monstruo. Frente a ella,
cuantos habían sido sus compañeros y amigos, se mostraban como un ejército de infieles.
El terror: el infinito pudor de narrar su cuento en público, se hizo presente.
América, casi paralizada, se aferró a aquel papelito que había guardado
cuidadosamente y que le dio las fuerzas para mirar a los ojos de cuantos integraban ese
ejército que automáticamente de ser una lista integrada por nombres como Avelina, Andrés,
Sonia, Repu, Bea, Jesús, entre tantos… pasó a ser un grupo de gente en cueros que, de
repente, se convirtió en un batallón de vencidos.
América había derrotado el terror mayúsculo de hablar en público, de contar aquel
improvisado cuento ante aquel auditorio.
Eva López Y Christian Moral, 27-10-2012 Albacete
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