miércoles, 31 de octubre de 2012

Un miedo vestido de blanco...


    América se despertó absolutamente angustiada, sobresaltada, excitada, engarrotada.
Gotas de sudor corrían (crueles e impúdicas) por su frente hasta salar la angustia que se podía
palpar en su boca.


 

    Absolutamente paralizada buscó a su alrededor algo que le recordase dónde estaba,
que la situase, que la tranquilizase. El despertador, pensó! Torpemente deslizó su mano con
cautela, con miedo, como si su cama se hubiese marchado a un universo desconocido. Poco a
poco palpó el abismo de su cama y golpeó la mesita de noche que le devolvió misericordiosa
aquel anillo que había pertenecido a su abuela, que llevaba cada día como simbólico escudo.

 Aliviada, lo agarró con fuerza, se lo puso sutilmente en su dedo y… como por arte de
“birlibirloque” la calma comenzó a instalarse en su alma.

   Siguió tanteando hasta alcanzar el despertador que le recordó lo larga que habría de
ser la noche. América sabía que en cuestión de horas el Terror mayúsculo la alcanzaría. Por
más que se hubiera preparado, por más que los mejores maestros le hubieran guiado por el
camino a seguir bajo la luz de su experiencia, nada lograba sacarla de aquel estado de
catatonía en que el miedo al que estaba sometida le sumía cada noche una tras otra desde
hacía días. Y sabía que aquella noche era la última antes de enfrentarse directamente con
aquel monstruo terrible e impío.

    No era un miedo cualquiera, a esos acostumbraba a vencerlos desde niña: primero fue
el miedo a la oscuridad, salió victoriosa. Más adelante fue el miedo a las presencias imposibles
que habitaban bajo su cama, aquella linterna mágica que robó del cajón de herramientas de su
padre le dio la victoria nuevamente. Recordaba muchos, pero este era el Miedo, un miedo
puro, intangible, silencioso, un miedo vestido de blanco que no buscaba cobijo en las mentes
infantiles. Se apoderaba de mentes adultas como la de América hasta anular casi por completo
sus conocimientos, fruto del trabajo de toda su vida; su templanza, incluso se apoderaba de su
voz y miraba a través de sus ojos.

    En su larga preparación para la batalla había entrenado cuantas destrezas le habían
revelado los mejores cazadores de miedos del mundo. Las fue recreando una a una mientras el
despertador le escupía a la cara las horas que se sucedían veloces hasta dejarla expuesta ante
ese terror de que no podía escapar.

    El amanecer, misericordioso, regaló su calidez a la piel helada de América. Y le permitió
recordar la estrategia mas arriesgada. La escribió en un papelito, como si al escribirlo
adquiriese poderes mágicos, como si estuviera tocada por la varita del hada madrina de la
timidez. La guardó cuidadosamente en el bolsillo del uniforme destinado para librar aquella
batalla.


La hora había llegado…

    Entró en la estancia donde frecuentemente se alojaba el Monstruo. Frente a ella,
cuantos habían sido sus compañeros y amigos, se mostraban como un ejército de infieles.

El terror: el infinito pudor de narrar su cuento en público, se hizo presente.

    América, casi paralizada, se aferró a aquel papelito que había guardado
cuidadosamente y que le dio las fuerzas para mirar a los ojos de cuantos integraban ese
ejército que automáticamente de ser una lista integrada por nombres como Avelina, Andrés,
Sonia, Repu, Bea, Jesús, entre tantos… pasó a ser un grupo de gente en cueros que, de
repente, se convirtió en un batallón de vencidos.

    América había derrotado el terror mayúsculo de hablar en público, de contar aquel
improvisado cuento ante aquel auditorio.



                                                                             Eva López Y Christian Moral, 27-10-2012 Albacete




lunes, 29 de octubre de 2012

Experimento social!!


Un hombre se sentó en una estación de metro en Washington DC y comenzó a tocar el violín, era una fría mañana de enero. Interpretó seis piezas de Bach durante unos 45 minutos. Durante ese tiempo, ya que era hora pico, se calcula que 1.100 personas pasaron por la estación, la mayoría de ellos en su camino al trabajo.

Tres minutos pasaron, y un hombre de mediana edad de dio cuenta de que había un músico tocando. Disminuyó el paso y se detuvo por unos segundos, y luego se apresuró a cumplir con su horario.

Un minuto más tarde, el violinista recibió su primer dólar de propina: una mujer arrojó el dinero en la caja y sin parar, y siguió caminando.

Unos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escucharlo, pero el hombre miró su reloj y comenzó a caminar de nuevo. Es evidente que se le hizo tarde para el trabajo.

El que puso mayor atención fue un niño de 3 años. Su madre le apresuró, pero el chico se detuvo a mirar al violinista. Por último, la madre le empuja duro, y el niño siguió caminando, volviendo la cabeza todo el tiempo. Esta acción fue repetida por varios otros niños. Todos sus padres, sin excepción, los forzaron a seguir adelante.

En los 45 minutos que el músico tocó, sólo 6 personas se detuvieron y permanecieron por un tiempo. Alrededor del 20 le dieron dinero, pero siguió caminando a su ritmo normal. Se recaudó $ 32. Cuando terminó de tocar y el silencio se hizo cargo, nadie se dio cuenta. Nadie aplaudió, ni hubo ningún reconocimiento.

Nadie lo sabía, pero el violinista era Joshua Bell, uno de los músicos más talentosos del mundo. Él había interpretado sólo una de las piezas más complejas jamás escritas, en un violín por valor de 3,5 millones de dólares.

Dos días antes de su forma de tocar en el metro, Joshua Bell agotó en un teatro en Boston, donde los asientos tuvieron un promedio de $ 100.

Esta es una historia real. Joshua Bell tocando incógnito en la estación de metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de la gente. Las líneas generales fueron los siguientes: en un entorno común a una hora inapropiada: ¿Percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?

Una de las posibles conclusiones de esta experiencia podrían ser:

Si no tenemos un momento para detenerse y escuchar a uno de los mejores músicos del mundo tocando la mejor música jamás escrita, ¿cuántas otras cosas nos estamos perdiendo?

Por: Josh Nonnenmocher